EL TIEMPO era infinito, pero Saúl no tenía idea.
La pequeña cebolla preocupada sentíase, por una circunstancia ocurridarecientemente.

“El momento ya estaba conmigo, se decía, iba a tomar mi mano en el instante, pero ¡qué desdicha me llenó después!”.

Lo que le había ocurrido a Saúl era algo erróneo, y para nada benigno.
Jorge Suárez y su familia habían reservado el día anterior al ocio para
saborearse algo distinto a lo habitual, algo insólito para su itinerario
alimenticio. Su esposa, Michel, buscó en el mercado y en sobre-ruedas
las raciones de la semana, y dejó al último el esfuerzo de buscar la
comida para el día de Venus.

Transcurriendo la semana, sus hijos Amanda y Rafael disfrutaron
de la comida del mediodía, pero aguardaban ávidos el quinto. Es
aquí donde entra Saúl, quien había sido encontrado el jueves por la
madre exploradora, siendo la última disponible en el sobre-ruedas.
“Ha de saborearse intensamente”, pensaba Michel al cogerla y
comprarla por un típico precio de vegetales.

En el amanecer de aquel viernes, podría percibirse un olor a bienvenida.
Michel la había guardado en el refrigerador, para que, al utilizarla
en un caldo, fuera despertada desde Alaska. Iba a ser una mezcolanza
para la familia. Ya recién lista, la mano de Michel acarició las capas de la
cebolla, mientras que en la mesa, el padre y los hermanos
desprendieron el kipá de sus cabezas e hicieron oración por el
sustento que a punto de consumir esperaban. Aunque suene
tonto, en la mente de cada uno gestaban las maniobras para
saborearse lo que parecía nuevo en sus paladares. Pasaron
unos minutos, los platos vacíos. “A lo mejor se tiene que
esperar hasta más de lo pensado, para un sabor primoroso”, se
ideó Rafael, y lo compartió con Jorge y Amanda.

Cinco transcurridos, inquietos se mostraron, y la hija fue a
ver a mamá. Empero, cuando le preguntó qué sucedía, notó
que lloraba. “¿Partiste mal la cebolla?” preguntó la chica. Al
contrario, madre sostenía el cuchillo y, con la otra mano, a Saúl,
intacto.

– Acércate hija. ¿Ves lo pálida que está? Me recuerda a nuestro
tercero cuando… cuando… ¡Oh Yavhé, no puedo, no puedo! Y si
lo acercamos al caldo, sobre la estufa, ¡oh! Mira el contraste con
el rojizo fluido, ¡más apagado, oh! Lágrimas sueltas sujetas por el caldo hervido.

Se habían aproximado el padre y el hijo, contemplando la escena.

Los hermanos no comprendían, pero se agobiaron por su madre.
En cambio, Saúl sollozaba porque el cuchillo aún no lo había
cortado. Al padre le llegó lo mismo que a su mujer; él conocía la
historia. Le dijo que para otra ocasión guisaban a la verdura, y
sugirió ir por unos tacos.

Entonces, aquí estaba Saulito, llorando sin cesar, con sus
manos ocultando la vergüenza y la cólera que sentía por no
haber encontrado la manera más sencilla. No lo entendía. ¿Por
qué ese estúpido cambio? Estaba pulcro y frío cuando las
llagas de la mujer lo cogieron, pero esas mismas le impidieron
concluir.

El kiwi, plátano y pera intentaban consolarlo; ninguno lo logró.
No, ellas no eran las que podían socorrerla. No eran muy fiables
para justificarles su tristeza. Una verdura que faltaba era de las
pocas a las que podía comunicar su pesar. Las otras, espinaca y
brócoli, habían viajado en aquella ocasión. Así que aguardaría la
noche para buscar a Tom.

 

Por: Martin Chávez Castillo
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