COMO los directivos de esta revista me han honrado acomodando mis aportaciones como temas de reflexión, no me queda más remedio que continuar por el mismo camino, pensando que de alguna manera mis esfuerzos periódicos tienen sentido. Como lo tiene sin duda el hecho de preguntarnos: ¿En que hemos fallado como padres? ¿En que hemos fallado como educadores? ¿Cómo es posible que nuestros hijos se diviertan burlándose de la forma de hablar de un humilde vendedor de raspados? ¿O hagan sorna de un indigente que en su insania va semidesnudo, sucio y barbón por las calles, con un cordel atado a su cuello como si se tratara de un animal? Esto viene a colación por sucesos que han difundido los diarios locales, y que pareciera que son novedades, cuando en realidad son un conocido síntoma de la indiferencia social. La mayoría de nosotros somos ajenos al dolor del prójimo y no falta quien festine sin pudor la existencia de menesterosos y enfermos. Buscar culpables y deslindar responsabilidades puede ser infructuoso. Pero no podemos soslayar el hecho de que en ocasiones son los mismos padres o familiares cercanos, quienes se aprovechan de la condición enfermiza de algún hijo o pariente, para exhibirlo ante los demás, con el ánimo de moverlos a piedad y obtener de ellos una limosna.

Lo cierto es que sea quien sea que se mofe, victimice o se aproveche de un indigente o de un enfermo, demuestra ser un individuo de muy baja ralea.

En esto como en muchos otros temas, la educación juega un papel fundamental. Está claro que no hemos logrado que nuestros hijos se sientan solidarios con los más necesitados. Hemos formado seres abusivos que no respetan a los que sufren, y que para colmo bajan la cerviz ante el poderoso, cuando lo correcto sería tratar a todos con respeto, privilegiando la dignidad humana, y procurando darle a cada semejante el valor que se merezca por su conducta pública y privada, y no por lo abultado de su cuenta bancaria o por su poder y su influencia. Aún estamos a tiempo de enseñarles valores a las nuevas generaciones, de forma que logremos construir juntos un mundo mejor. Pueden tacharme de soñador, pero prefiero soñar en ese mundo, que aceptar indolente la realidad social que actualmente vivimos y en muchos sentidos padecemos. No todo está perdido.