LA HUELLA del atardecer se fundía con el manto morado en el cielo y
las sombras de los faros se escondían, mientras que las luces de la ciudad
refulgían cual hermanastras de las estrellas. Aquello lo observaba Ángel,
sentado sobre un acueducto de la terraza de los Welling,relajado con la pintura
ofrecida a sus ojos.

Curiosamente se preguntó por qué no se había empeñado en aprender a dibujar;
descartó el pensamiento al oír la rasquera del bulldog vecino sobre el pedregoso
suelo. Había escapado del animal hace horas, para llegar a contemplar el
anochecer. Se resistía a sacarle la lengua, aunque no lo viera el otro.Era su aspecto lo que le traía problemas. ¡Una banana! Tal vez lo captaban tanatractivo que por eso lo perseguían, más a sus parientes en África.

Cuando herméticamente se posaron la luna y las estrellas, su mirada se fijó en
una criatura que se escabullía debajo del garaje, corriendo calle abajo. Ángel
se apresuró al deslizarse en el conducto para lluvia, percibiendo la ráfaga del frío
mientras corría. Lo mantenía cálido su cáscara.

Al acercarse a la silueta, no era nada menos que Gillian la pera, jadeando por la aceleración.

– Oye – la detuvo –, ¿a dónde con tanta prisa?

¡Saúl se había escapado! Varias horas habían pasado desde que salió para tomar
aire fresco. Típico de siempre, se dijo la banana. Pera lo notó melancólico desde
que hace días fue salvado, por algún milagro.

Intenté hablar con él, pero evadió mis consuelos y los limones fueron los que
mostraron la primera preocupación. Ángel no dudó y, al tomar la mano de
su compañera, su misión se turbó a contrarreloj. Nunca se imaginaron antes lo
inmenso que era  el mundo. Sospechaban acerca de los caminos que la cebolla
pudo tomar. Se preguntaron dónde estaría Tomás, que tampoco lo contactaban.
En una intersección, desde lo alto de un árbol, un racimo de uvas les susurró:

– Chicos, ¿están buscando a una cebolla?
– lo peculiar de las uvas era que su voz
parecía una gran barahúnda –. Se fue a
la cima de la colina… no, hacia la costa…
¿ambas?

Después de un rato conversando en un callejón, increíblemente limpio, decidieron
separarse para investigar los rastros de Saúl, puesto que el tiempo para recorrer hacia dichos destinos se empleaban bastantes días para llegar. Consideraron que si no hallaban  nada, volverían al callejón Guillermo Hegel el día sexto después de la partida, y si el otro no llegaba a reunirse en el séptimo, significaba que había hallado algo, y por consiguiente, el que regresó primero tiene que ir al destino contrario del suyo.

Así lo hicieron. Gillian tardó tres días para la costa, Ángel en cinco.
Es de saber que no fue nada sEncillo para el angustioso plátano. Experimentó muchas demoras, ya sea cansancio, la ascensión en el monte u ominosas circunstancias con perros callejeros.

En cambio, la pera descendió zigzagueantes caminos, mientras la lluvia casi la sepulta en charquitos. Llegó a dormitar en el segundo día de búsqueda, y al despertar a la mañana siguiente, sin rastro de albor aún, intuyó que Ángel habría alcanzado su punto. Esa preocupación se sumó a la velocidad con la que se apuró hacia la playa. Abundantes cosas en las calles le sorprendieron, pero supo evadirlos; llegó, jadeando y buscando al insensato de la cebolla. Su vista enfocó una sombra particular, lejos de ella.

Al acercarse, un árbol grandilocuente, donde sus raíces se desplegaban hacia donde el mar roza la arena, crujía por el interior; su tronco se afinaba cada vez más, suavemente.Mientras ella lo inspeccionaba, escuchó un gorjeo leve detrás: Tom cargaba unas mantas, porque en el momento inició una brisa gélida. La pera le preguntó qué había pasado con Saúl. El tomate le señaló que se
sentara, porque se imaginaba que sería una historia…

Por: Martin Chávez Castillo